Clarisa XX murió de tristeza. Su corazón dejó de funcionar, producto de mucho alcohol consumido para aplacar el enojo de vivir sofocada en el cuerpo de una mujer ordenada, prudente y siempre atinada socialmente.
Como en aquella primera comunión que comenzó a las 11 de la mañana en la que Clarisa fue anfitriona para festejar a su hija. Era en el rancho de los Sánchez, con jardines llenos de plantas con tonalidades en verde, una carpa muy alta, mesas con manteles blancos y centros de mesa con flores campestres en tonos morados y rosas. Había un cuarteto de cuerdas para acompañar a los adultos y muchos juegos para los niños.
Ella llevaba un vestido largo en rosa, entallado de la cintura para arriba y falda en seda vaporosa. Se veía feliz, en aparente calma, aunque algo en la tensión de su quijada reflejaba la constante alarma de revisar si estaba haciéndolo bien. Sus ojos se movían de un lado otro escaneando el lugar, mientras que a la distancia la mirada de sus papás juzgaba su capacidad para desempeñar el rol de anfitriona perfecta, fina y elegante, que le inculcaron desde niña.
Sus papás habían sido puntuales a las 11 de la mañana. Su mamá, quien llegó perfectamente arreglada, la ayudó a que no faltara detalle alguno en el evento y que los invitados se sintieran bien atendidos. Para la buena fortuna de Clarisa todo estaba en orden y el evento se desarrolló con el aprecio y admiración de sus invitados y la aprobación de sus papás y esposo. Lo sabía porque cuando en su “escaneo” cruzó su mirada con ellos, los tres le asintieron con la cabeza y le sonrieron.
A las 12 pm se empezó a ofrecer cervezas. Clarisa dudó si tomar una primera, pero la necesidad de bajar la guardia y aligerar la tensión le ganó, no sin antes revisar si en la mirada de su papá o mamá había algún signo de desaprobación.
Como los padres de Clarisa no la observaban, ella se sintió más libre de dar el primer trago a su cerveza. La fiesta continuó; los invitados pasaron de la cerveza al vino; de ahí, a los digestivos y a la presencia de las cubas, los charros negros y los carajillos. A las 6 pm la música pasó del relajante cuarteto de cuerdas a un estimulante y animado DJ, mientras la luz del sol descendía y los papás de Clarisa decidían retirarse.
Es entonces cuando Clarisa pidió a un mesero la primera charola de shots para celebrar con sus amigos. Sabía que era el momento de “soltarse el pelo” porque ya no estaba en riesgo de que sus papás la regañaran por perder la compostura. Conforme avanzaba la noche, se le veía más despeinada, ya sin zapatos y bailando por la pista mientras se apropiaba del micrófono para cantar.
Sus muestras moderadas de afecto para con sus invitados se transformaron en abiertos abrazos, besos y charla al oído. En momentos parecería estar en su propio mundo cantando boleros con los ojos cerrados y después se integraba a la pista, jalando a todos los que quedaban en la fiesta para bailar juntos.
Su esposo festejaba bailando con ella y conforme pasaba las horas, él se le iba acercando en diversos momentos para decirle que bajara la velocidad en la bebida y que procurara atenuar la intensidad de expresiones físicas de afecto con los invitados.
Ella, al oírle estas peticiones, lo empujaba, le decía que exageraba; le pedía que no sea aguafiestas y que la dejara en paz porque quería seguir divirtiéndose. Su esposo la deja; ahora es él quien la escaneaba en estado de suma alerta, verificando que no se tornara demasiado molesta para los amigos.
A las 11:30 pm, Clarisa ya estaba semi-acostada en una silla, sin poder caminar porque sentía que todo le daba vueltas y daba constantes traspiés. Su esposo la cargó para llevarla al coche, no sin antes hacerse cargo de despedir a los invitados que quedaban en la fiesta y hacer los últimos pagos de los proveedores que faltaban.
Buscó a su hija; la festejada dormía en dos sillas tapada con dos manteles. Subió a ambas al coche y las llevó a casa. Al llegar, la niña logró despertarse para caminar somnolienta hasta su cama, mientras que a Clarisa la tuvo que cargar hasta la suya.
Esta escena se hizo cada vez más frecuente en otros eventos organizados por ellos, al ser invitados de familiares o amigos en donde Clarisa acababa ahogada en alcohol. Llegaba impecable, conservaba la compostura y se mostraba rígida para, después de unas pocas horas, empezaba a beber a alta velocidad y se transformaba en una mujer irreverente, imprudente y desparpajada.
Ahora el consumo de bebidas alcohólicas también era cada vez más frecuente durante las tardes en su casa. Clarisa se levantaba de la cama después de que su hija se iba a la escuela; durante el día hacía las labores de la casa, comía con su familia y llevaba a la pequeña al baile, la natación y a las fiestas de sus amigas. Al volver ambas a las 6 pm, y mientras la niña se metía a bañar, Clarisa ponía música a todo volumen y se servía una generosa copa de vino, mismas que se extendían hasta acabar con la botella.
Su esposo llegaba y ya la encontraba algo achispada. Él le daba de cenar y se encargaba de acostar a su hija. Después se bañaba, cenaba, veía un rato de tele y se quedaba dormido esperando a que Clarisa se acostara.
A la mañana siguiente, él le mostraba su preocupación por la costumbre que estaba adquiriendo de beber a diario sola, a lo que Clarisa respondía muy molesta diciéndole que durante el día cumplía sus obligaciones en casa y con su hija, por lo que a partir de las 6 podía hacer lo que quisiera.
La tarde del 5 de junio, el esposo de Clarisa y sus papás la abordaron por sorpresa en la sala, justo antes de que pusiera su música y se sirviera la primera copa de vino. Le pidieron que se sentara y comenzaron a confrontarla por su manera de beber señalando que necesitaba dejarlo, que no aprobaban su comportamiento.
Ella se defendió como lo había hecho ya en otras ocasiones, reclamando su libertad, necesidad de alivio y descanso por la carga que sentía de cumplir las expectativas que tanto sus papás como su esposo tenían de ella.
Para la mala fortuna de Clarisa, su verdad no fue validada por ninguno de los presentes, por el contrario: fue la chispa que detonó la explosión de sus padres quienes argumentaron cuán decepcionados estaban de ella; lo malagradecida que la percibían después de todo lo que le habían dado y la vergüenza social que les estaba dando el tener una hija “borracha”. Por igual, su esposo le habló de lo avergonzado que se sentía por los rumores que corrían en el club campestre, y que antes de permitir que los demás se burlaran de él por la incapacidad de Clarisa para controlarse prefería mandarla a vivir a algún otro lado, aunque eso implicara separarla de su hija.
Al escuchar dichas palabras, Clarisa se paralizó. El dolor y temor interno que sentía le impidieron pronunciar palabra. Su único recurso fue salir corriendo, tomar la botella ya abierta y subirse al coche.
En el intento de aliviar el dolor de sentirse incomprendida y oprimida, Clarisa dio tragos a la botella mientras aceleraba para que la intensidad de la adrenalina mitigara la angustia de revivir la experiencia de tener que ser socialmente correcta para ser aceptada por sus padres y respetada por su esposo.
Después de pasarse dos altos, y con la botella ya vacía, la Avenida Corregidores fue mudo testigo del estruendo de un coche al estamparse con un poste… El rostro de Clarisa quedó insertado en el volante, su ropa quedó manchada de rojo por la combinación de sangre y restos de vómito que olían a vino tinto. La música del coche aún seguía sonando a todo volumen mientras su corazón dejaba de latir…
A pesar de que en su acta de defunción, y en la cadena de mensajes que se enviaron sus conocidos y familiares se decía que Clarisa murió en un accidente, sé que en realidad murió de tristeza…
FIN